Cara a cara con el cliente

Angelo Tignanelli - UX Designer

Cara a cara con el cliente

Estaría mintiendo si digo que al día de hoy no me pongo algo tenso en la primera reunión de un proyecto nuevo con un cliente. Lo que sí es verdad es que ya no siento el corazón en la boca como las primeras veces. Ésto último es un poco gracias a la práctica, que con el tiempo fue disipando los miedos irracionales que llevan a uno a pensar que el cliente se va a enojar con nosotros, nos va a decir que nos dediquemos a otra cosa y nos van a despedir al día siguiente (por las dudas toco madera). Y otro poco se debe a entender la situación como lo que realmente es. Y es en eso donde quiero enfocarme. Mi nombre es Angelo, soy diseñador UX dentro del equipo de Paisanos desde hace ya casi dos años, y escribo esta nota con el propósito de, con mi (todavía corta) experiencia, poder darle una mano a aquellos que recién comienzan en el mundo del diseño o a cualquiera que le esté costando sentirse cómodo presentando su trabajo a un cliente.

Para entender cómo abordar un encuentro con un cliente, primero hay que entender de qué se trata, o mejor aún, de que NO trata. No importa de donde venimos, si del colegio, de la universidad, de un terciario o de un curso en youtube, todos nos encontramos alguna vez rindiendo un examen frente a otra persona que nos está evaluando. En ese, examen nos sentamos a explicarle a alguien, cuánto sabemos de un tema y ese alguien nos escucha y nos retruca con preguntas para entender que otro tanto no sabemos y poder así darnos la nota que crea justa al final de la prueba. Bueno, eso es lo que reunirse con el cliente NO ES o no debería ser. Esto es necesario entenderlo para poder ver que, al contrario de lo que yo solía creer, el cliente no nos está poniendo a prueba, y mucho menos está intentando saber cuánto sabemos de un tema.

Esto nos lleva al segundo punto en cuestión. ¿Qué quiere el cliente? El cliente es alguien que está invirtiendo tiempo, energía y plata en una idea o en un proyecto que cree que merece un lugar en el mercado y en la vida de sus usuarios (o a veces para validar que su idea realmente valga la pena ese tiempo, energía y plata mencionados anteriormente). El cliente que recurre a nosotros, entiende que la mejor forma de apostar a su proyecto es con gente que sepa lo que hace, y ahí es donde entramos nosotros como profesionales. Dicho así parece que tenemos una responsabilidad gigantesca encima de los hombros, y aunque un poco es así, entender eso nos da también la tranquilidad de que, del otro lado, hay una persona dando por hecho que sabemos lo suficiente como para resolver su producto. Esto hace que el cliente, de entrada, sea una persona que está abierta a escuchar lo que tenemos para decir.

Por supuesto, aún abierto a escuchar, este último va a querer validar y entender tanto como pueda sobre nuestro abordaje del diseño, y es ahí donde van a ir surgiendo preguntas de su parte, que nos van a acompañar a lo largo de la presentación que hagamos. Para este punto, me gustaría dar lugar a lo que a mí más me sirvió hasta el momento, que es lo siguiente.

En primer lugar me pregunto, ¿me corresponde a mí, como diseñador, responder a esa duda planteada por el cliente? Si no me corresponde a mí, le doy pie en la conversación a quién pueda aclarar esa pregunta dentro de mi equipo de trabajo (después de todo, el equipo está para apoyarse). Por ejemplo si la pregunta va referida a la posibilidad de agregar una nueva funcionalidad en el producto, probablemente la persona más indicada para responderle, sea alguien del área de producto o de desarrollo ya que van a estimar el tiempo adicional y la viabilidad técnica del pedido previo a dar una respuesta. Si la pregunta sí me corresponde a mí, me encuentro con dos posibilidades. La primera es que sé qué responder y le doy al cliente la mejor explicación de porqué se tomó la decisión que se tomó. Y la segunda es que no tengo una respuesta válida para darle.

Entre tantos proyectos y clientes, encontré que para ambas posibilidades, lo que realmente importa no es el “qué” respondemos, sino el “cómo”. Así es que empecé a dejar de quedarme helado ante algunas preguntas, o de responder lo primero que se me pasara por la cabeza, y comencé a dar respuestas mucho más honestas. Si por cualquier motivo no cuento con la información suficiente como para dar una respuesta, mi forma de abordarlo es comentarle al cliente que si bien no tengo una respuesta concreta para darle en ese momento, me voy a llevar la duda conmigo para seguir investigando sobre la misma y así poder darle una solución lo antes posible.

Encontré además que, para esto último, es importante que el cliente vea que realmente nos estamos llevando la duda con nosotros, y que no cayó en oídos sordos. Anotar o pedirle a alguien del equipo que tome notas de lo que se preguntó, va a hacer que el cliente sepa que vamos a trabajar sobre lo hablado. Y es fundamental que en una reunión posterior, o a través de un mail, se le dé una respuesta a lo planteado previamente. Al revés de lo que podamos creer, los clientes aprecian que seamos honestos y transparentes cuando no sabemos algo, siempre y cuando de nuestro lado haya una actitud proactiva a buscar respuestas y soluciones.

Tiempo atrás, mi forma de encarar una presentación a un cliente, era queriendo evitar a toda costa las dudas que surgieran de su lado o buscar responderle absolutamente todo. Esto me ponía a mi a la defensiva y (en mi cabeza) al cliente en una posición de ataque, lo que obviamente complicaba la comunicación ya que jugaba a devolver tantas respuestas como preguntas me hiciera. Volvía a ser un alumno rindiendo examen. Hoy por hoy aprendí a hacerme amigo de las dudas del cliente, poniendome así en un lugar mucho más cercano a él y entendiendo que los dos buscamos lo mismo. Hacer el mejor producto posible.

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